Parderrubias a principios de los años cuarenta

Parderrubias a principios de los años cuarenta

Por Juan Carlos Sierra Freire

Hablar de la España de la posguerra es hablar de necesidades, miseria, atraso y aislamiento. En Parderrubias no fue diferente. Más allá de la memoria colectiva de nuestros abuelos y de nuestros padres, apenas existe documentación que describa la realidad de la parroquia de Parderrubias durante la década de los años cuarenta del pasado siglo.

Un artículo firmado en el diario La Región por José Aldea, el 30 de julio de 1941 -en el que el autor describe la Primera Misa de don Felisindo Grande Seara– alude al Parderrubias de aquellos años, ese Parderrubias que vio nacer y/o crecer a nuestros padres.

Descripción


DE ESTO Y DE LO OTRO. UNA MISA NUEVA

Por José Aldea

“Estos días han ido diciendo su primera misa los diez u once recién ordenados ahora para el sacerdocio. A una de ellas fui yo el domingo ahí en Parderrubias. A las once de la mañana montamos en una camioneta con sillas porque en otros lujos quién hoy piensa, y bastante bien se fue, aunque un poco estrujaditos.

Allí iban entre otros, doña Elena Arias viuda de Cerviño, la grande doña Elena, para quien una primera misa es la mayor alegría de su alma. Pero cuán pocos este año, doña Elena cuán pocos. Año venga, que usted vea en que sean tantos los nuevos sacerdotes cuantos el mejor día que usted tuvo soñó su misión ilusionada. Buenos son éstos y escogidos, pero ¡es tanta la mies no recogida y que se pierde…! Los niños que usted ahora llama para el Seminario Dios quiera que arriben todos a feliz puerto y El quiera también que usted muera feliz con la gloria que usted quiso que alcanzaran.

Otro era don Fernando, el coadjutor de Santo Domingo. El y doña Elena son los que en esta iglesia mandan y todo lo disponen, y así la tienen de lucida y de bonita. Buenas manos tiene el otro don Fernando, el grande, buenas, buenas. Con los tres la parroquia está completa, según juzgan los feligreses, y sin cualquiera de ellos tal vez estos se la imaginaran otra porque les faltara algo.

Otro era Jaime Fernández López, que conoce casi a todos los curas de la diócesis y con muchos pasa grandes ratos. Gran compañero de viaje y de mesa. De viaje porque nos va pintando la munificencia de los anfitriones, los hermanos Garrido, y regalándonos el gusto con la memoria de las comidas que le tienen dado, y de mesa porque con su buen apetito no cesa de espolearnos el nuestro. Y no es que coma ni beba mucho, sino porque lo que come y bebe lo encarece tanto, que uno se avergonzara un poco si se lo encareciera menos.

En Barbadanes se nos adjuntó Ingusto Merino, el médico de allí. Otro gran compañero muchacho excelente, cuya amistad, como la de Jaime, es una honra y una delicia para cualquiera, buen animador de fiestas gratas y comidas entre unos pocos amigos, aunque no bebe sino agua, si bien no tanta como yo: una verdadera calamidad ésta porque toda alegría sin vino languidece y se hace sosita al cabo. Pero un día es un día, y aquel del domingo Merino y yo empinamos lo nuestro, porque Jaime no dijera.

Acaban poco más arriba de Barbadanes las tierras de vino, y empiezan las de maíz y pan en Loiro, reanudándose también la viña ya cerca de Parderrubias, tierra roja. Excusado decir que en todas éstas también patatas. Era cosa de hacer un canto a la patata ahora, pero conténtense ustedes con comérselas.

Llegamos a la casa principal de los Garrido, que salen a recibirnos como ellos saben hacerlo. Nos presentan a los que no le conocíamos al nuevo sacerdote, que está inquieto y anda de un lado para otro un poco turbado y un mucho conmovido. Tiene el rostro aniñado aun y se halla tan recogido en sí, que de la animación y alegría que le rodea tal vez se de cuenta solo por rasgos y trazos sueltos.

Allí saludamos a muchos amigos. Concurren veintitantos sacerdotes, casi todos los de los Ayuntamientos de Barbadanes, La Merca y Cartelle, y algunos otros.

A las doce partimos todos, en grupos, para la iglesia de Parderrubias. No sé por qué le llaman así al pueblo que abunda en morenas, y morenas bonitas. Nos lleva allá un camino bastante empinado y arcilloso, bordeado de muros de piedra y de taludes cortados con el pico. Llegamos al atrio. ¡Qué iglesia hermosa! Fachada lindísima con una ornamentación llena de gracia recoleta y de esbeltez airosa, y arriba una espadaña robusta y partida en los dos vanos de arco redondo y amplio para las campanas, y encima el frontón calado con un ojo muy rasgado hacia acá, y de la punta surgiendo la cruz de hierro delicadamente labrada y a su pie el gallo de los vientos de finas patas y cresta muy dentada y orgullosa.

Todo el pueblo, toda la parroquia está allí. Es la fiesta mayor de uno de sus hijos más queridos. Pueblo de acendrada religiosidad, de fe grande, tan metida dentro de sus almas, que solo por ella se explica la pureza y mucha honra que en él hay y siempre hubo.

Los hermanos Garrido ejercen aquí una especie de patronato con su palabra, su fe, su ejemplo, su obra, su amor a todo lo que de tan grandes padres estos hombres suyos recibieron. Sin ellos acaso no se pudieran mantener en los tiempos difíciles las grandes virtudes de esta tierra sin desmayos y quebrantos. Todas las vocaciones para el más grande misterio que aquí apuntan ellos las recogen y estimulan, y las guían y protegen hasta el día feliz igual a éste. Hay que oírlos cuando hablan de sus seminaristas, con el mismo cariño y la misma ilusión que si fueran hijos, suyos.

El párroco de aquí asiste al misacantano y le son padrinos Modesto Garrido y su esposa. Vase animando y robusteciendo la voz que al principio aparecía poco segura y tranquila del nuevo sacerdote.

Desde el púlpito nos habla de la dignidad y grandeza del sacerdocio un compañero de estudios, convecino y pariente de él, y luego del Felisindo, hijo de esta parroquia, del Felisindo seminarista, del Felisindo ungido ya con el don más excelso del Señor.

Sigue la misa. Viene la consagración de la divina Víctima, y al alzarla las manos tiemblan de pavor y maravilla. Ahora el nuevo formado en la divina institución se atreve a decir el Padre Nuestro y luego consumir el Pan y el Vino. Ya la mano suya se vuelve y traza en el aire el signo que recibimos sobre nuestras cabezas, postrados. Pasamos todos después a besar aquella mano que ya todo lo puede en la tierra y en el cielo.

Volvemos a la casa de los Garrido un poco tarde. Hay allí tres o cuatro mesas inmensas. En la nuestra, la más grande, están el nuevo presbítero y sus padrinos y los más de los sacerdotes. A mí me toca comer frente al cura de Loiro y al lado de Merino. “Veña a comida, que o pan rabea”. A todos los que estamos allí nos ha dado Dios por lo visto un buen apetito. Pasan las fuentes, incansablemente.

Jaime, maestro de diplomacia, doctorado en nuestra vida campesina, se sienta al lado de un señor con el que estaba reñido hacía años, y a los dos minutos el señor le deshace en obsequios y cumplidos y está pendiente de su vaso de vino para colmárselo a cada paso. Al despedírsele al final para volver a su aldea le quitó el sombrero hasta los pies no sé cuántas veces.

El de Loiro me habla de don Isaac, el de la Trinidad, cuando era coadjutor de Santa Eufemia, él sacristán menor y don Indalecio Rodríguez, mayor; don Indalecio, tan grande cacho de pan con el que se puede llenar un libro de las cosas que de él se cuentan.

En los postres entran en la sala en donde estábamos las muchachas que habían comido en otra mesa y las señoras cantando al son de un acordeón que terciaba un joven los fulgurantes alalás de nuestra noche de San Juan y de nuestras trillas y rastrojeras, música para mi divina. Salen luego al paseo emparrado, y allí ajustan una joven y otra que ya hacía un rato largo que no lo era el punto suelto y vagarosa de una gentil muñeira.

En una de las mesas de afuera que la fronda entoldaba del sol ceniciento no habían esperado a los postres y ya se habían puesto cuatro a jugar al tresillo y los demás a mirarlos. En la cocina ya acaba el ajetreo y las mozas de brazos remangados se ponían a su vez a la mesa que allí había. Entra en el patio de la casa una pequeña banda que nos regala con el tonante metal de sus instrumentos un buen rato.

¡Cuánto me gustan a mí estas músicas de pueblo! Algún día habrá que hablar de la vida heroica de estos hombres de la aldea. ¡Qué gloria de ver como los rapazuelos a los que cruzan sus madres las tiras con las que sostienen sus pantaloncillos que ya lo fueron remendados de sus padres o abuelos, qué gloria de verlos tan seriotes y engallados sostener con los brazos desplegados el papel pautado muy estiradito, pinzándolo con las puntas de los dedos por el escaso margen, los ojos clavados de admiración y pasmo en el rostro del músico a que sirven de atril, y tan envidiosos de la maravilla de aquellos dedos que suben y bajan y van y vuelven y corren pulsando el teclado sonoro, que gloria de verlos…”.

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