En la segunda mitad del siglo XVIII, Parderrubias pertenecía jurisdiccionalmente al Coto de Sobrado del Obispo, junto con Pereira de Montes, Loiro de Arriba, Loiro de Abaixo y el propio Sobrado do Bispo. Dicho Coto estaba bajo la autoridad del Obispo de Ourense, Frei Ramón Francisco Agustín de Eura (regidor de la Diócesis ourensana desde 1738 hasta 1763), representado en cargos locales (Juez, Teniente Juez y Escribano), que directamente él nombraba para impartir Justicia, y que recaían en algún vecino del Coto. Los límites de la Parroquia de Parderrubias estaban delimitados con marcos, que eran origen de frecuentes disputas entre feligresías colindantes, y sus tierras estaban cedidas por el Obispo a los vecinos en usufructo.
En 1752, el Coto de Sobrado del Obispo contaba con 395 vecinos (o familias), 1.777 almas (o habitantes) y nueve pobres de solemnidad, siendo el Coto más poblado de todos los que componían la actual municipalidad de A Merca. Aunque no hay datos fidedignos de la población de Parderrubias a mediados del siglo XVIII, Sierra Fernández (2018) estima que estaría compuesta por un centenar de vecinos y medio millar de habitantes, aproximadamente, situándose la esperanza de vida en torno a los 40 años y la tasa de mortalidad infantil, antes de los diez años, en un 40%.
En esa época, Parderrubias estaba constituida por agrupamientos de casas que formaban los lugares de A Iglesia, Outeiro, Barrio y Nigueiroá. Se trataba de pequeñas edificaciones, rayando la miseria, en las que convivían personas y animales domésticos. En general, la calidad de vida de los vecinos de Parderrubias a lo largo del siglo XVIII fue muy pobre. El cura González de Ulloa, máximo exponente de la Ilustración en la comarca de A Limia en el siglo XVIII, en su libro “Descripción de los Estados de Monterrey”, publicado en 1777, describe la forma de vida de los campesinos de la comarca de A Limia, de la que no diferiría mucho la de los vecinos de Parderrubias:
“No debe llamarse casa en la que viven, sino choza pajiza. Los muebles que contiene se reducen a un carcomido apero de labranza, una arca, poco menos antigua que la de Noé, para lo reservado, y todo lo demás común a brutos y racionales, con la diferencia de que la cama de estos es más dura que la de aquellos…” (tomado de Saavedra, 1991).
A la dura vida que les tocó llevar a nuestros trastatarabuelos contribuyó en gran medida la enorme carga tributaria a la que estaban sometidos. Según Sierra Fernández (2018), los tributos eran “muchos y muy variados”, y supondrían un 25-50% de las cosechas de cada familia. Entre estos impuestos cobraban gran relevancia los diezmos. Cada familia de la Parroquia contribuía a la Iglesia con una décima parte de todo lo que producía anualmente. Según Sierra Fernández existían tres tipos de diezmos: (1) mayores (lino, trigo, centeno, maíz, garbanzos, habas, castañas verdes, cebada y vino); (2) menores (hortalizas y frutos de la huerta); y (3) los relativos a animales y productos derivados (corderos, pollos, leche, huevos, manteca, etc.); estos últimos eran sustituidos en ocasiones por tasas monetarias. Saavedra (1991) afirma que entre el 70 y el 80% de los ingresos de un párroco de finales del siglo XVIII estaban constituidos por los diezmos, pues se quedaban con un porcentaje considerable de los mismos.
Parderrubias y el poder eclesiástico en la segunda mitad del siglo XVIII
Durante el período 1750-1799 pasan por la Parroquia de Parderrubias nueve curas: José Montes Villar (hasta 1753), Manuel Rodríguez (1753-1772), Felipe González (1772-1773), Francisco Sanjurjo (1773-), Vicente Portejo (-1784), Manuel Seara (1784-1788), Francisco Domínguez Lobera (1788-1791), Pedro Fernández (1791-1795) y Miguel Cayetano (1795-1828). Básicamente su labor consistía en administrar los Sacramentos, oficiar la misa dominical y las de fiestas de guardar (por ejemplo, la de la Patrona), bendecir las cosechas, dirigir las rogativas y celebrar los funerales. Eran habituales las novenas y las procesiones invocando la lluvia o que se aplacase la justicia (o ira) divina ante cualquier calamidad. A cambio, recibían los diezmos, aprovechaban los diestros y vivían cómodamente en la Casa Rectoral (Sierra Fernández, 2018). Tomando como referencia el Catastro de Ensenada podemos saber, tal como indica Sierra Fernández, que la Parroquia de Parderrubias en el año 1752 había percibido en concepto de diezmos y otros tributos 50 fanegas de centeno, 18 de trigo, 65 de maíz, 25 de castañas y 1,40 de habas, 16 moyos de vino y 55 “afusais” de lino. A los diezmos había que añadir las primicias para el sostenimiento de la Iglesia. En Parderrubias pagaban este impuesto únicamente las familias que tenían una yugada, contribuyendo con 26 kilogramos de centeno y maíz menudo.
La distancia cultural y de intereses que había entre el cura, supuestamente personaje culto, y sus feligreses era enorme (Saavedra, 1991). Así lo deja reflejado el cura don Pedro González de Ulloa en 1777 al referirse a la actitud de sus parroquianos en días festivos:
“…a oír, dije mal, a asistir a una misa sin atención, devoción ni reverencia, y después unos se van a sus domésticas labores (vayan, que no van tan mal descaminados); otros, a las tabernas de donde vuelven sicut equus et mulas quibus non est intelectus. Así dedican al diablo los días dedicados a Dios y a los Santos” (tomado de Saavedra, 1991).
Todos los vecinos cumplían con las obligaciones eclesiásticas y preceptos pascuales: misa dominical y fiestas de guardar, bautizo, boda, ayuno, abstinencia, y pagos de diezmos y primicias. Por los registros parroquiales del cura don Pedro Fernández sabemos que entre enero de 1791 y abril de 1795, el sacristán Francisco Casas había ingresado 156 reales por derechos de “cobaje” (sepultura), y había recibido de la Parroquia 24 reales por lavar la ropa, 12 para harina de las hostias y los santos óleos, cuatro para incienso y dos por componer el sepulcro.
Morir costaba dinero y salvar el alma aun más. La Parroquia de Parderrubias estaba exenta del pago de la «loitosa», pero en otras muchas feligresías se abonaba un canon tras la muerte del cabeza de familia, que podía ser dinero o especies (Sierra Fernández, 2018). Pero aun no existiendo este humillante impuesto, los parroquianos parderrubienses del siglo XVIII se veían obligados a realizar importantes desembolsos para hacer frente a sus funerales y posteriores ofrendas por las intenciones de sus almas, ofrendas que solían dejar encargadas en los testamentos verbales o escritos antes de fallecer.
Mi trastatarabuelo Juan Antonio Villar Blanco, fallecido en 1841 en la Parroquia de Santiago da Rabeda, ofrendó dos «ferrados» (21 kilos) de centeno, un carnero y una «ola» (16 litros) de vino, ofrecimiento que se vuelve a repetir tan solo dos años después por el fallecimiento repentino de su esposa Teresa Quintana Fernández a los 45 años de edad. La desgracia de que mi tatarabuela Antonia se quedase huérfana de padre y madre a la tierna edad de diez años no redujo la obligación de las dádivas. En la Parroquia de Parderrubias, mi antepasado Antonio Sierra, fallecido en 1795, deja encargado mediante testamento verbal que (1) asistiesen a su entierro y cabo de año cinco sacerdotes, (2) se celebrasen por su ánima, y demás obligaciones, cuarenta misas rezadas y tres misas de privilegio, y (3) que sus familiares ofreciesen por su alma tres «tegas» (31 kilos) de centeno, un carnero y una cesta «con lo acostumbrado».
Pero, tal vez, el ejemplo más llamativo del dispendio económico relacionado con la muerte y la salvación eterna lo encontremos en el caso de Cathalina Outomuro, fallecida en 1783, que llegó a vender todos sus bienes por las intenciones de su alma.
Muerte y entierro de Cathalina Outomuro
El 8 de mayo de 1783 fallecía, después de una larga enfermedad, la celibata Cathalina Outomuro, habiendo recibido los Santos Sacramentos de la Penitencia, Viático y Extremaunción. Deja Testamento escrito en el que dispone la ceremonia de su entierro y posteriores funciones religiosas con la presencia de seis sacerdotes. Deja como cumplidor de su testamento al párroco don Vicente Portejo, al que encarga la venta de su casa y de sus tierras al mejor postor, para que con el dinero obtenido se sufragasen todos los actos religiosos relacionados con las intenciones de su alma y de las ánimas del purgatorio. En dicho Testamento se hace mención explícita a diversas limosnas y donaciones para acciones por su alma y la de sus obligaciones: doscientos reales para cien misas, ciento doce reales para cera, nueve reales para el sacristán por derecho de sepultura, seiscientos diez y nueve reales para la organización de los actos relacionados con su entierro, cuarenta reales para las dos mozas que la atendieron durante su enfermedad y veinticinco con cincuenta reales para el sacristán por su asistencia a todos estos actos. Todas estas partidas, junto con otras limosnas menores, sumaban la cantidad de 1.015 reales y dos maravedíes. De todo ello, llevó la debida cuenta en la Casa Rectoral de Parderrubias el párroco don Vicente Portejo.

Un hecho poco habitual es que los seis curas que asistieron a los actos fúnebres dejaron registrada en los Libros Parroquiales de Parderrubias su participación, así como los emolumentos recibidos:
“Yo, Dn. Juan Antonio Justo, Teniente Cura de Santa María de Pereira de Montes, recibí de mano de Dn. Vicente Portejo, Abad y Cura Párroco de Sta. Eulalia de Parderrubias, ciento y setenta reales, limosna de treinta y cuatro misas y treinta y cuatro actos a que asistí en dicha Parroquia por el ánima y obligaciones de Cathalina Outomuro, vecina de esta Feligresía. Y por verdad, lo firmo”.
“Yo, Dn. Agustín Aviñoá, Párroco y Vicario de Mezquita, recibí de mano del Sr. Abad de Parderrubias ciento y cincuenta reales, limosna de treinta Misas que celebré y treinta oficios de Ánimas a que asistí en la Feligresía arriba expresada por el Ánima de Cathalina Outomuro. Y para que conste, lo firmo”.
“Yo, Dn. Pedro Vázquez, Teniente Cura del Sr. Abad de Barja, recibí de mano del Sr. Abad de Parderrubias ciento y treinta reales vellón, limosna de treinta y seis Misas y veinte y seis actos de Ánimas a que asistí y celebré en esta Parroquia de Parderrubias por el Ánima de Cathalina Outomuro y sus obligaciones, de mano de dicho Sr. Abad. Y para que conste, lo firmo”.
“Yo, Dn. Pedro Fernández, Párroco y Vicario de La Merca, recibí de mano del Sr. Abad de Parderrubias, constando en los recibos antecedentes, doscientos y quince reales, limosna de cuarenta y tres Misas que apliqué y cuarenta y tres oficios de Ánimas a que asistí por el Ánima y obligaciones de Cathalina. Y para que conste, lo firmo”.
“Yo, Dn. Antonio, Teniente Cura del Sr. Abad de Souto Penedo, recibí del expresado Sr. Abad de Parderrubias noventa y cinco reales vellón, limosna de diez y nueve Misas que apliqué y diez y nueve actos de Ánimas a que asistí por el Ánima y obligaciones de Cathalina Outomuro. Y para que conste, lo firmo”.
“Yo, Dn. Juan Álvarez y Araújo, Subdiácono y Vicario de San Mamed de Grou, recibí del expresado Sr. Abad de Parderrubias ciento y sesenta y cinco reales, limosna de treinta y tres Misas que mandé celebrar y treinta y tres actos a que asistí por el Ánima y obligaciones de Cathalina Outomuro, contenida en los recibos antecedentes. Y para que conste, lo firmo”.
La subasta de los bienes de Catalina estuvo publicada durante tres domingos consecutivos en la puerta principal de la iglesia parroquial, que había sido inaugurada tan solo 18 años antes. El terreno con su casa y un «souto» en A Requeixada, cercanos a Barrio, fueron adquiridos por Santiago Outomuro, vecino de este lugar, por la cantidad de ciento cincuenta y dos ducados (aproximadamente, 3.400 euros). Mientras, un terreno de Portabarrio fue adjudicado a Bernardo Iglesias del mismo lugar de Barrio en la cantidad de cuatrocientos once reales de vellón (aproximadamente, 325 euros). Una vez cerradas las cuentas, el saldo que quedaba a favor de la difunta se invirtió en una misa por su alma.
De esta manera, el párroco don Vicente Portejo había dado el debido cumplimiento a todas las intenciones por el alma de Cathalina Outomuro, y el testamento de ésta se había cumplido. Mientras tanto, los terrenales parroquianos de Parderrubias seguirían trabajando de sol a sol -inclusive, cuando no alumbraba- para poder hacer frente a las pesadas cargas de los tributos administrativos y eclesiásticos, y salvar sus almas al final de sus días.
Referencias
Saavedra, P. (1991). La Galicia del Antiguo Régimen. Economía y Sociedad. En F. Rodríguez Iglesias (Ed.), Galicia Historia. A Coruña: Hércules de Ediciones.
Sierra Fernández, A. (2018). A Merca no Réxime Señorial (1750). Vigo: Ir Indo Edicións.